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Revista de literatura Los Noveles © 2001-2006
ISSN 1547-8114

 

LA PAGA

Héctor Hoyos | Colombia | 1978

 

El estrellón, el golpe. El estrellón, dolor y pequeñas luces, vaivén, tres costillas rotas y un disco fisurado. Estrellón y roce de las alas del ángel, frío, entumidas piernas, brazos y dedos, la mandíbula descolgándose y los ojos camino a enrollarse tras los párpados, la garganta seca y la muerte al alcance de la mano, la mano muy corta, estirando falange, falangeta y falangina, casi casi tocando pero arrebatada a su deseo entre sirenas que entran a la ciudad atravesando el tráfico hasta la clínica, la habitación, la cama, una exitosa convalecencia e inesperada muerte a bordo de la silla de ruedas en caída libre por el hueco del ascensor. En un segundo se desdibuja el futuro todo, un arco reflejo al freno y un jalonazo al timón. El golpe llega de costado y no de frente, primero mece y luego hace girar. La camioneta atraviesa una cerca y se mete a la sábana por la vía a Cota entre un vallado y un cultivo de flores, bajo la luna y las estrellas y las nubes, a todas las cuales cosas doy mil gracias mientras me quema la adrenalina ya recogiéndose entre mis músculos y me sobo un poco el hombro para convencerme de que vivo y de que el cinturón de seguridad hizo el trabajo que mis pulmones se niegan a hacer. Mi pecho al fin admite aire, respiro a golpes pero lo hago, tres veces salvado tres veces, del choque por mí mismo, del timón por el cinturón de seguridad y de su asfixia por un aliento nuevo que repito y repito mientras todo vuelve a pasar por mi mente. Como zumbando llegan las luces de las linternas, voces de dónde, de aquí, de está bien, de sáquenlo con cuidado. Al otro lado de la carretera un camión echa humo por su nariz deshecha, un conductor ebrio gotea sangre por las fosas nasales. Me toma menos de un minuto hacerme al revólver de mi guantera, abrirme paso entre policías y curiosos, atravesar la carretera a saltos de cojo, llevarle al borracho el cañón al fondo de las narices, y le grito hijueputa, le grito guevón, le grito coma mierda imbécil casi me mata hijueputa, grito tranquilos, ya me calmo, todo bien, tranquilo señor agente, me rebota el pecho –mis costillas lo saben– contra el capot que fuma, me desarman, me hacen prometer que no lo vuelvo hacer, prometo, no me ponen las esposas y nos llevan a un retén de la Séptima con 170 en donde se hacen pruebas de alcoholemia y se mira de reojo a las parejas que van para los moteles.

 

En el camino duermo como un niño. Me despierto en el sótano del ascensor, muy roto y con media espalda enredada en los engranajes de la silla de ruedas. Es húmedo, es oscuro, siento mangueras y chasquidos. No viene nadie. Me despierto en la patrulla, la quijada en el hombro izquierdo de un policía; en mi hombro, oliendo a aguardiente, casi ileso, culpable y con coágulos entre el bigote, el hijueputa. Hay que esperar una media hora a que nos hagan la prueba. Pido permiso y busco un gamín para comprarme un chicle y quitarme de la boca el sabor a óxido de la pesadilla. Cuando pongo un pie en el suelo siento un corrientazo del talón a la nuca, cuando cierro la puerta, el policía me tiene que agarrar para que no me caiga. A falta de acompañantes el camionero se va resbalando y termina acostado a lo largo del asiento. Ronca.

 

Armado no, señor agente, por el contrario. Desarmado ante este hampón. Sí, señor agente, si no le hago el quite, me mata. Fíjese no más cómo se le volvió el camión apenas dándome de lado. Sí, iba muy rápido. No yo, él. ¿Yo? Sesenta, señor agente. Cincuenta. El revólver es mío de dotación. Soy escolta. Iba a Chía a recoger a la hija del patrón a una fiesta. Sí, señor agente, en Barranca. No, suboficial, cómo cree. Pero llegué hasta sargento. No, me dio de baja la paga, usted sabe cómo es, tengo familia por la que me toca responder. No es que yo no quiera hacer patria, pero la platica ayuda. Además, el trabajo de escolta es más descansado que el ejército; me pagan solamente para que maneje rápido. No, ya le dije. Yo iba a cincuenta. Cuarenta y cinco.

El puesto de control es una carpa de plástico amarilla como de bazar. El camionero se bajó solo de la patrulla pero le cuesta estar parado. Le piden que firme unos papeles y hace lo mejor que puede. Detrás de una grúa de las que pueden llevar dos carros, veo llegar a los escoltas nuevos. No son mala gente los recluticas. Se bajan de la Toyota y me hacen señas de que la Cherokee quedó vuelta mierda. Se quedan mirándome desde el otro lado de la Séptima mientras el perito me hace parar en una pierna y tocarme la punta de la nariz con los dedos. Lo hago. Pero cuando bajo el pie, me quedo tieso.

 

Tan divino el patrón. Venir, quedarse. Decir no se preocupe. Que la camioneta estaba asegurada, pero yo no –ríe– lo más importante ahora la salud. Como un padre. ¿Y de la niña Valentina, patrón? Ómar la llevará a la universidad, la cuidará discretamente cuando camine por el centro comercial con sus amigas. Descanse, dice. Descanso. Le vibra la voz al patrón cuando hace que me traigan comida para varones. Que este hombre se nos muere si le traen más gelatinitas y no le sirven una buena carne.

Los reclutas est án en semicírculo detrás de él. Son todos más altos y se parecen entre sí, llevan el pelo al rape, tienen los hombros redondos y el cuello chiquito. Parece como si el cuarto se hubiera llenado de neveras o de ataúdes. A uno de ellos le suena el celular. Lo saca del bolsillo de la chaqueta y mira la pantalla a ver quién es sin darle tiempo de que vuelva a sonar. Lo tapa con su mano gorda.

–Patrón, ¿será que puedo salir un momentico a contestar esta llamada?

–No sea bruto, mijo, mire dónde está.

El recluta voltea los ojos hacia mí, se alza de hombros y apaga el teléfono. El patrón tiene su genio. Llevo nueve años enseñándole a los nuevones como este a entenderse con él. La compañía los manda recién saliditos del ejército. Unos duran más y otros duran menos. De un tiempo para acá vienen de Zona Roja, de inteligencia, de cuerpos élite. Saben de armas automáticas y de helicópteros. Cada año llegan más fuertes. Los que tenemos tiempo en esto ya echamos barriga.

Mi mujer espera afuera. El niño está en el colegio. Le dijeron que me fui el fin de semana porque la hija del patrón se iba para la finca. Luego yo le dije por teléfono que me demoraba, que el patrón se iba a hacer negocios afuera de Bogotá. Es inteligente el condenado: no sospechó nada hasta que vio la casa llena de anchetas y entonces ahí sí dijo que algo le había pasado a su papá. Yo había quitado las tarjetas y las había hecho poner en el marco de la ventana. Al otro lado del vidrio de mi habitación se alcanza a ver Monserrate. La única vez que subí fue un día que el patrón estaba paseando unos gringos. También se ven los edificios del Centro Internacional, más allá Las Cruces, más allá Ciudad Bolívar. Se ve de todo, pero yo no miro. Al lado de acá del vidrio están las tarjetas de los recluticas, la compañía, el patrón, las secretarias del patrón, la niña Valentina. En todas las anchetas venía más o menos lo mismo. Enlatados, Moscato Pasito, galletas Saltinas, uvas, café Águila Roja. Era demasiada comida junta para que el niño no se diera cuenta.

 

El doctor me explica que tener un disco fisurado es como tener mal apretada una tuerca de la bicicleta. Uno puede seguir andando tranquilo pero de pronto plaf, se zafa y hasta ahí. Mi problema fue seguir andando. Lo que no se sabe todavía es qué tanto se dañó la médula. Así que no queda sino esperar. A lo mejor con fisioterapia…

Lo más horrible de las noches del Hospital Militar es no poder escapar del sueño recurrente. Bajo el efecto de los calmantes no tengo cómo resistirme. No bien cierro los ojos siento que estoy en el hueco del ascensor. A veces no veo nada, no me veo a mí mismo en el sueño sino que soy la persona que está ahí: abro los ojos, todavía en el sueño, y solo veo la negrura de adentro de mis párpados que es la negrura del hueco del ascensor. Si abren una puerta en uno de los pisos, el hueco no se ilumina. Apenas se ve un rectángulo blanco y lejano como un papelito en el fondo de un barril. Siento la cadera atenazada entre resortes y varillas invisibles, oigo un goteo de agua que cuando al fin abro los ojos resulta siendo el goteo de la bolsa del suero. Otras veces me veo atorado. Hay una luz tenue como de vela y me veo como un animal bajo la tierra, tratando de salir, forcejeando con el metal. Hay tanto eco que un grito puede resonar varios minutos y mis chillidos se mezclan entre sí: ¡Alguien!, ¡ayúdeme!, ¡alguien!, ¡no siento las piernas!, ¡ayúdeme!, ¡alguien!, ¡piernas! Todas las noches durante semanas. A veces también durante las siestas.

Cuando sueño cosas buenas nunca son tan buenas. Empiezan bien, como una película. Voy manejando la Cherokee por la Autopista Norte. Es de noche. Los carros a los lados son como de juguete. Voy tan rápido que el sueño se encoge y estoy saliendo de la ciudad por la Autopista Sur. Trato de frenar y digo mierda –pero no suena– y cuando menos me doy cuenta estoy en la selva; es la selva pero es Barranca y también es el parque de Los Mártires. Un líquido negro empuja el piso queriendo salir y yo siento que se me va a salir por los ojos. La plaza se mece toda y cruje. Yo tengo mi fusil de hace años y disparo y disparo y disparo desesperado, a las sombras, al campanario del Voto Nacional, a su fachada, a una estación de Transmilenio, a lo que queda de El Cartucho. No hay gente. Sé que es la selva pero no tiene árboles, ni ríos, ni animales, sólo hace mucho calor y mucha humedad. Entonces me doy cuenta de que voy a reventar si no mato al camionero. Corro hasta la plaza España y busco el edificio de dos pisos del Hospital San José pero en su lugar han clavado al Hospital Militar, que en mi sueño es una sola torre maciza y ocre con todas las luces apagadas menos una. Entro y le meto un tiro a todo el mundo. Habitaciones, quirófanos, salas donde batallones completos de soldados aprenden a mover sus prótesis. Mato a los médicos de último. Ómar me sigue los pasos y le chirrean las botas contra la baldosa y me dice que ahí está el camionero, que le vamos a poder partir la jeta, abro una puerta y estoy en una habitación llena de canastos hasta el techo y me despierto.

 

Quinto piso. Cuarto. Tercero. Se suben enfermeras. Casi nunca son bonitas, ni acá ni en ningún otro hospital, solo en las películas. Segundo. Primero. La luz del lobby nos encandila a todos pero no a ellas, brillantes, blancas; mucho menos a un médico alto y blanquísimo, de bata hasta los tobillos, o a su estetoscopio negro que cuelga por encima de mi cabeza y que también debe estar acostumbrado al destello de la tarde entrando por los ventanales del hospital. Cuando me subí al ascensor en el noveno piso lo hice sin miedo pero con mucha emoción. Me hubiera encantado que no tuviera piso.

Ruedo rápido hasta el mostrador de salida. Me sellan las fórmulas médicas y las meten en el sobre de manila con los otros papeles. Me dan medicinas subsidiadas. Me dan compasión. Un mes es tiempo suficiente para que hasta los recepcionistas sepan de mi caso. No dicen nada. Pero se preguntan. Si los policías nos hubieran llevado al hospital directamente. Si el camionero no hubiera estado borracho. De pronto no se habría vencido el hueso. No se habría dañado el nervio. No habría perdido el movimiento de las piernas ni el trabajo.

Le pedí a mi hijo y a mi mujer que me esperaran afuera.

Ómar y los recluticas prometieron buscar al hijueputa después del juicio. Cobrársela que pareciera un accidente, así indemnizara o no.

Ellos no saben. Él no recuerda.

Pero ese no será su primer accidente fingido. Ya antes un escolta sobrio y entredormido se salió del carril y lo estrelló de lado en una camioneta blindada. Llevaba días luchando para no quedarse dormido, porque apenas se dormía sentía que los radios doblados de una silla de ruedas se le enterraban en las piernas y que su espalda estaba empapada en el agua sucia del sótano de un hospital. Era un sueño que le disgustaba tanto que llevaba días durmiendo apenas una hora o dos, como en el ejército, sólo que ya el cuerpo no le respondía igual.

Nada alejaba esa imagen de su mente pero nunca creyó que fuera una premonición, porque tronchado en el espacio negro siempre tenía puesto el uniforme de sargento viceprimero, y el uniforme hace años que junta polvo en un armario.

 

© Héctor Hoyos